jueves, 15 de enero de 2009

La Renuncia: Un Profeta decide no hablar mas

Un cuento sobre el desánimo y la tentativa de renuncia en el ministerio cristiano.
Basado en la vida del Profeta Jeremías (caps. 20 y 1).

Advertencia: Por tratarse de un cuento, debemos de suponer que algunos arreglos pertenecen al plano meramente ficticio. No se trata de una biografía bíblica, sino de un cuento novelado.


Por: Silas Ramos Palomino






Había sido golpeado inmisericordemente y luego puesto en un cepo al norte del templo, junto a la puerta superior de Benjamín, durante toda la noche. Allí había permanecido silente, pensativo y solitario como él era; contando las sempiternas horas, que nunca terminaban, hasta que el alba empezó a dibujarse en el horizonte. Recordó a los suyos, a sus amigos de antaño en Ananot donde había pasado su infancia. Por un momento alucinó estar jugando nuevamente con ellos, con aquel juego ingenioso que habían inventado juntos para no caer en aburrimiento, hasta que Hilcías –su padre- lo llamara nuevamente para cumplir con los deberes en casa. Al volver en sí, no le fue difícil darse cuenta que todos lo habían abandonado. La sensación de que sus amigos, familiares, el rey y casi toda Judá; deseaban un morboso desliz en su vida -incluso su propia muerte-, le atravesó el corazón –desgarrándolo- y le produjo un escalofrió momentáneo.

– ¡Si solamente estuvieran conmigo Nahúm y Sofonías!- se dijo sollozando.

La época dorada en la que estos dos profetas, junto con él, influían en el piadoso rey Josías, había acabado y dado lugar a la tiranía de Sedequías. Ahora él estaba sólo, sus amigos y el rey ya se habían adelantado a su cita eterna con aquel que los había ungido y llamado a su presencia. En ese momento añoró más que nunca el pasado, cuando el rey Josías gobernaba y la rectitud prevalecía en la nación. El panorama había cambiado con los reinados de Joyaquin, Joaquín y Sedequías. Recordó también aquel suceso fatal, a sus veinte años, cuando Yahveh lo estaba llamando para ser ‘profeta a las naciones’. En aquella oportunidad había sugerido que era demasiado joven para el oficio profético, como tratando argumentar en contra de su llamado y de esa manera solapar sus temores. Sin embargo Dios ya había escrito la historia personal de Jeremías en su libro y las cosas no cambiarían. El profeta había recibido una respuesta inapelable de parte de Yahveh:

– «Antes de darte la vida, ya te había yo escogido; antes de que nacieras, ya te había yo apartado; te había destinado a ser profeta de las naciones».

Un día después de sus padecimientos, Pashur -inspector jefe en la casa de Yahveh-, su verdugo de turno, por fin dio la orden de que lo liberaran de su incidental castigo. Con pasos apresurados y en una actitud burlesca, dibujada inequívocamente en su rostro, se aproximó hasta el profeta. Al verlo, Jeremías trató de contener sus palabras contra él, pero sintió que estas eran como un fuego que lo devoraban, era nuevamente esa sensación que lo había acompañado desde que inició su ministerio profético: tener un fuego infiltrado entre sus huesos. En su interior había una lava que pugnaba caprichosamente por salir. Se había convertido en un volcán que trataba de contener infructuosamente su carga ineludible. No pudo más, otra vez una gran fuerza interior lo llevó a hablar en nombre de Dios. Eleva la cabeza, mira fijamente a Pashur, e inicia su discurso aciago -aquel que ya le había causado muchos problemas durante su vida como profeta- una vez más.

– Tu nombre ha sido mudado, ahora serás Magor-misabib (que significa hay terror por todas partes). Dios ha determinado tu final. Serás terror para todos, incluso para ti mismo. Tu pueblo marchará, cabizbajo, para servir al rey de Babilonia. La muerte te visitará en tu nuevo e involuntario hogar -le dijo.

Pashur hijo de Imer lo mira con desprecio y luego trata de contener su habitual mofa. En el fondo sabe que éste fatídico profeta, especie de pájaro de mal agüero, dice la verdad. Sus palabras tienen una precisión espantosa que cierra todo espacio a la duda. De pronto, como tratando de huir disimuladamente, Pashur da un giro lento hasta darle la espalda al profeta. Traga un poco de saliva y descubre que una gota de sudor frio recorre descendentemente por su frente. Ya de espaldas, palidece mientras se retira, fingiendo ignorar las palabras del profeta.

El profeta también toma un rumbo. Ya lejos del cepo escruta el horizonte como tratando de encontrar un lugar solitario, como él mismo. Camina lúgubremente miles de metros, y por varias horas, con la mirada puesta en los montes que parecen reverberar caprichosamente al final del sendero. Al tercer día de su peregrinaje involuntario, por fin llega a un pequeño pueblo, donde su presencia no pasaría desadvertida. Un grupo de niños juegan alegremente cerca a la puerta de entrada a la ciudad, mientras los pasos cansados de Jeremías se acercan hasta ellos. Los niños lo ignoran y el profeta pone su mirada en la pequeña plaza del pueblo.

– Tal vez la hostilidad me también siga hasta aquí- se dice en voz baja.

Al fin decide que es mejor retirarse a un lugar al lado de una montaña que parece servir de barrera entre el precipicio y el pueblo. Pronto se sienta al costado de una roca, reposa su espalda en ella, respira profundamente e inicia su canto fúnebre, mientras rebobina su vida, hasta su llamado al oficio profético.

– ¡Tú me engañaste y yo me deje engañar! No te pude resistir, ¿cómo podría?, tú fuiste mayor que mis fuerzas. ¿Por qué me has hecho motivo de burla? Me han impuesto un nuevo y grotesco nombre, ¡ahora todos me llaman ‘violencia y destrucción’. Mis amigos y mis íntimos se han ido para siempre!

Esta fatídica amalgama de palabras es un lamento y queja contra Dios. Es la imagen del profeta al filo de la desesperanza y fatiga. Arrancar y destruir, arruinar y derribar; volver a edificar y plantar; habían conformado su rutina habitual. En una circunstancia así, lo vivido y oído de pronto le parece no tener ningún sentido, la memoria se le ha desordenado, sus convicciones parecen asistir a su propio funeral. Su mente se ha convertido en una enorme superficie rasa. Jeremías olvida las advertencias de Dios al inicio de su ministerio, tanto como sus promesas a favor de él.

Con sus dos manos puestas sobre su rostro reseco, inclina su cabeza sobre sus rodillas y piensa que hubiera sido mejor no haber nacido. Luego su canto fatal continúa:

– ¡Maldito el día en que nací! -dice en su interior. -¡Cómo puede ser bendito el día en que mamá me trajo al mundo!, ¿quién fue aquel que le dio la noticia a mi padre, que un varón le había nacido?

En ese mismo momento y lugar toma una decisión inapelable: no hablará nunca más en nombre de Dios. Su decisión ya está tomada, Jeremías ha decidido dejar el oficio profético para siempre. Respira profundamente, mientras se consuela artificialmente con la idea de que una vez fuera del ministerio profético, por lo menos nadie le reclamará el proferir oráculos que resultaran lesivos. Nuevamente recuesta su espalda sobre la roca y piensa que si tan solamente hubiera muerto en el vientre de su madre, ahora no estaría allí, en un mundo de dolor, penas y vergüenza.

– Criaré animales, construiré una casa y ayudaré a viudas, huérfanos y extranjeros- se dice en su interior, mientras mira a los niños jugando, que ahora se han trasladado cerca a la plaza central del pueblo.

– Si tan sólo pudiera regresar a mi infancia en Ananot y jugar con mis primos, como lo hacen estos niños, congelaría el tiempo para no llegar hasta aquí- vuelve a decirse muy recatadamente.

Pasa un par de horas en esa misma posición hasta que se levanta. Revisa sus provisiones y se da cuenta que estos ya fueron devorados en su tránsito hasta este pequeño pueblo. Voltea su bolsa de provisiones con la esperanza de que caiga siquiera un trozo de pan. La imagen de algunas migajas viajando hasta el suelo, le notifican que se ha quedado sin nada. Esta vez no se lamenta.

En el fondo le duele la decisión que ha tomado, pero piensa que no hay otra posibilidad. Algunas lágrimas atrasadas brotan de sus ojos tristes, sin sollozar. De pronto, sin entender porque, siente necesidad de orar. Lo hace por varios minutos, hasta que siente que su alma está llena nuevamente. En su oración le dice al Señor que lamenta mucho su renuncia, pero que se siente defraudado por todo lo que le ha pasado.

– Mi sufrimiento es mayor a mi deseo de hablar en tu nombre. Además hay muchas personas en Judá que podrías llamar a la misma tarea -dice con voz entrecortada en su oración.

Sin embargo, y pesar de su condición, pide fuerzas. Con su oración parece haber descargado la pena y la frustración, en una especie de catarsis espiritual en su situación sufriente. No obstante advierte que restos de dolor todavía están instalados en su interior, aunque mitigado por su prosa acongojada y la oración hecha.

Al pasar los minutos siente que un aire repentino le sopla la cara y le mueve el turbante que lleva sobre su cabeza, mientras oye el aletear de una bandada de pajarillos en el cielo esplendente. Ahora tiene la sensación de que el universo de nuevo está en su lugar.

Regresa nuevamente al centro del pueblo y un poblador, al verlo extranjero, lo invita a pasar a casa, para almorzar junto a su modesta familia. El profeta acepta la invitación con suspicacia. Le es extraño, en su pueblo solían cerrar sus puertas mientras él se aproximaba con trancos esperanzados a las moradas de sus amigos. Esa noche reposa sobre una cama caliente y cómoda, como cuando niño, al lado de mamá, allá en su natal Ananot. Tiene un sueño que luego no recordará con mucho detalle, pero que alimenta y esperanza su alma abatida. Dios está trabajando de a pocos en él.

Al día siguiente se despide agradecido y se da cuenta que Dios no le ha abandonado a pesar de su renuncia. Alcanza a recordar tenuemente que en su sueño alguien le llevaba sobre sus hombros, cuando él había decidido no caminar más el sendero que había emprendido.

- ¿Tendrá esto también relación con la hospitalidad de la familia, la comida, la cama y la porción de amor que recibí de mis hospedadores?- se pregunta en silencio.

Nuevamente ora –casi toda la mañana- cerca de la roca donde había descansado el día anterior y abandona por completo los restos de su lamento. Por primera vez, desde que salió de Jerusalén, siente necesidad de cantar y contempla de otra manera el río, las flores, las aves volando caprichosamente en los cielos y los niños jugando otro día más en la plaza.

– ¡Tú eres juez justo y mi causa lo he dejado en tus manos! ¡Tú libras al afligido del poder de lo malvados!, -dice ahora con convicción. ­­– Tal vez no es tan malo lo que me pasa -se dice, un poco más recuperado.

Poco a poco las cosas van tomando su verdadero lugar en su mente. Se da cuenta que después de algunos días, de haberse mezclado con aquella gente hospitalaria, una sonrisa incipiente se dibuja nuevamente en su rostro. Recupera lentamente el aliento, se siente más tranquilo. Pronto cae en la cuenta que era Dios quien lo había levantado del camino y lo había llevado en sus hombros, durante su sueño de la noche anterior. Era una metáfora de lo que esta viviendo en el mundo real.

– Tal vez Dios no me ha olvidado, como lo han hecho mis familiares y mis amigos en Judá, se dice, mientras le interrumpe los recuerdos de los intentos fallidos para matarle.

Cuando empieza a bajar la mirada puesta en lo alto, la voz de Dios interrumpe el descenso de sus ojos y le dice:

– «…ármate de valor; ve y diles todo lo que yo te mande. No les tengas miedo, porque de otra manera yo te haré temblar delante de ellos. Yo te pongo hoy como ciudad fortificada, como columna de hierro, como muralla de bronce, para que te enfrentes a todo el país de Judá: a sus reyes, jefes y sacerdotes, y al pueblo en general. Ellos te harán la guerra, pero no te vencerán porque yo estaré contigo para protegerte. Yo, el Señor, doy mi palabra».

El profeta cae abruptamente al piso y aprovecha su nueva posición para adorar por varios minutos. Se levanta y empieza a caminar con pasos animados. Ahora exhibe una sonrisa completa. A medida que da pasos presurosos con dirección al interior al pueblo, tiene la sensación de que hay un guerrero invisible que camina junto a él.

– ¿Cómo pude haber deseado la suerte de mis enemigos?, se dice con algo de vergüenza y esperanza, – ¡si ellos van a ser destruidos y avergonzados!

Su confianza va creciendo, como crece el calor del día, hasta llegar al cenit, como allá en Jerusalén, de donde había partido. Mira al cielo y pide perdón. Nuevamente posa su cuerpo en tierra con los brazos extendidos, adora por algunos minutos más y decide regresar nuevamente a su ciudad para continuar con su tarea. Aquella tarea que se le había encargado antes que tuviera vida. Total, no era profeta por estar vivo, sino que estaba vivo por ser profeta. No podía ni borrar ni reescribir su biografía, pues ésta ya había sido escrita antes que el naciera.

El profeta hace el recorrido inverso hasta llegar donde salió, sin saber que le quedan muchas penurias más y que su corazón quedará triturado al ver a su querida Jerusalén destruida. Pronto el rey enviará a Pashur -quien no ha olvidado sus palabras- para que el profeta consulte a Jehová. Nabucodonosor, rey de Babilonia, ha empezado a hacer sonar sus tambores de guerra en las fronteras de Judá. La profecía ya fue dada y se cumplirá. Por otro lado, en el futuro, el profeta nunca más se doblegará ante nada ni nadie, será fuerte como el hierro, por la Gracia de su Dios. Esta vicisitud momentánea quedará enterrada en el pasado del profeta, su ministerio durará cuatro décadas más.