martes, 29 de abril de 2008

Psicoterápia y Espiritualidad


La espiritualidad y la teología, como elementos positivos y negativos, en el desarrollo de la psicoterapia


Ya hemos mencionado del valor que se le da actualmente a la espiritualidad en el proceso psicoterapéutico. Los estudios científicos demuestran que las personas que se aferran a su fe, logran una mayor recuperación en el proceso terapéutico[1]. Hablar hoy de espiritualidad no debe sorprendernos, la predilección del hombre posmoderno por la religión, ha hecho que se le ha catalogue como un homo religiosus. Hoy en día se puede ver que la espiritualidad ha tendido sus tentáculos, también sobre el plano psicoterapéutico. De manera que no se puede hablar hoy de una psicoterapia sin espiritualidad, esto resulta casi imposible.

Hemos mencionado también la obra de Agneta Schreurs y la integración que ella hace entre espiritualidad y psicoterapia. En cuanto a la relación que se da entre ambas, nuestra autora sostiene, ‘…la espiritualidad es contextual a la terapia. Como tal, puede tener efectos tanto positivos como negativos sobre el proceso terapéutico’ (2004, p.326). En adelante nos avocaremos a auscultar como se da esta integración y como funciona en la práctica psicoterapéutica. Para eso nos remitiremos exclusivamente a la obra de Schreurs (Psicoterapia y Espiritualidad, 2004, pp.317-336, 371).

La espiritualidad como un elemento positivo
Los médicos recomiendan enfáticamente a los enfermos terminales a no caer en una profunda depresión, porque esto acelera su enfermedad. Deprimirse es como darle una orden a las células del cuerpo para que no sigan luchando, que se rindan ante la circunstancia y no reaccionen defensivamente ante ella. Está demostrado que una buena actitud puede ayudar al paciente a seguir luchando contra su enfermedad. Las terapias ocupacionales, también la risoterapia y la músicoterapia son muy usuales para proteger al paciente de la depresión. Sin embargo, es el recurso espiritual lo que produce mejores resultados en la lucha contra la enfermedad. En el caso de un cristiano, este se aferra a su fe, a su esperanza de que Dios lo está protegiendo y que aun puede sanarlo. Su respuesta frente a la crisis, es la esperanza, es la ‘paz que sobrepasa todo entendimiento’ (Filp.4:7), la aceptación de su estado como parte de la voluntad de Dios, hecho que se configura como una oportunidad para crecer en su fe. El creyente sabe que Dios tiene el control de todo y que al final le dará la victoria. El final terrenal no le importa demasiado, tiene puesto su mirada en el para qué antes que el por qué de las cosas. En esto radica la diferencia entre el paciente que hace uso del recurso espiritual y del que lo prescinde. Mientras el creyente se mantiene con esperanza, el incrédulo se desespera e ingresa en un espiral descendente de resignación y amargura, que acelera su final.

La espiritualidad como un elemento negativo
Aun cuando hemos hablado en términos positivos del recurso espiritual, este puede terminar jugando un papel negativo en el proceso psicoterapéutico. Esto depende mucho del arsenal religioso con el cual se presenta el asistido al proceso. Para ilustrarnos mejor, veamos la escena 17 que presenta Schreurs (pp.319-320, en fotocopia). La conclusión a la cual llega nuestra autora, es que un determinado tipo de ‘teología’ puede bloquear a la persona y no permitirle su recuperación, ni que el terapeuta o asesor pastoral avancen en el proceso curativo. Sin embargo la solución no está en reprimir la teología personal del paciente sino reorientarla de manera que resulte constructiva[2]. La escena presentada por nuestra autora, nos da cuenta de la existencia de una ‘teología de la alegría’ entre los protestantes que habían luchado en Nicaragua, en la guerra librada por sandinistas y contras durante los años ochentas. Este tipo de construcción teológica se había apoderado de la estructura mental de algunos veteranos de guerra nicaragüenses, les había puesto dentro de una camisa de fuerza de la cual no podían zafarse. La denominada ‘teología de la alegría´ no es un monopolio exclusivo de los nicaragüenses, esta está instalada en la mayoría de los evangélicos latinoamericanos. No les permite decir que están tristes, ni mucho menos desanimados, puesto que “Dios es un Dios de alegría y sus hijos no deben estar tristes”. La tristeza se convierte como una evidencia de carnalidad o de falta de madurez espiritual[3]. Es muy común encontrar en las reuniones de las iglesias latinoamericanas la pregunta “¡¿Cuántos están alegres en este día?!”. Todos se ven impelidos a asentir afirmativamente con un amén en voz alta. Estar tristes se ha convertido en una acción delictiva y proscrita en el laberinto teológico de algunas personas. Muchas personas no van a la consejería por la falsa vergüenza de ser un ‘bicho raro’ en miedo de tantos seres etéreos, angélicos y espirituales. El daño que produce ciertas construcciones teológicas particulares, pueden devenir en una especie de psicopatología religiosa o daño psicológico provocado por las ideas religiosas.

La teología personal del asesor pastoral como un elemento negativo
A veces no es la espiritualidad ni la teología del paciente la que genera una barrera infranqueable en el proceso psicoterapéutico, sino la teología personal del consejero pastoral. En este caso son los consejeros o terapeutas los que tienen superar primeramente esta muralla levantada sobre la base de la identidad doctrinal de cada tradición eclesiástica. Aquí debemos formularnos algunas preguntas: ¿cómo debe asumir un consejero bautista, si viene ante él un paciente pentecostal que cree fervientemente en sueños, revelaciones, profecías y visiones?, ¿impondrá su teología personal frente a la de su paciente, o se inhibirá de ella?, ¿cómo conducirá, un consejero calvinista, un caso en la cual un paciente viene atormentado porque cree que ‘perderá’ su salvación por un pecado cometido? Son casos y cosas que uno debe de meditar considerablemente antes de iniciar el proceso de consejería y terapia pastoral. La respuesta terapéutica del consejero no debe de ser trasladada al plano apologético, puesto que su tarea no es ‘defender la sana doctrina’ sino curar una vida que resiste precariamente ante la irrupción de un evento crítico.

Recuerdo nítidamente cierta vez que tuve un accidente automovilístico y tuve que pasar diecisiete largos días de internado en un hospital. Una de esas diecisiete tardes, apareció un hermano de cierta tradición eclesiástica, desconocido para mí, tratando de ‘animarme’ con sus consejos. Lo anecdótico de esto es que desde un inicio empezó a vomitar una verborrea plagada de condenas, diciéndome que tenia que arrepentirme, que lo que me había pasado era ‘tal vez por que yo había pecado’[4]. No me incomodó esa declaración, porque es cierto que todos somos pecadores, pero en ningún momento me dio esperanza, no me habló de la protección y la enorme misericordia de Dios para sus hijos, me redujo a un simple pecador desesperanzado. Luego entendí que detrás de sus palabras se escondía su teología acerca del sufrimiento humano: este es el resultado del pecado. No había otra manera, para él, de explicar lo que me estaba pasando. Tres años después estuve comentando, a un hermano chileno, de la importancia de dar esperanza a las personas en su estado sufriente. Este me comentó que lo mismo que me había sucedido a mí, también le había sucedido a una hermana que él conocía, al final ella se rehusó a recibir a sus ‘consejeras’ porque terminaba más desanimada. Nuevamente, la teología de los consejeros resultó negativa, lesiva y hasta nociva, para la persona asistida.

La importancia de conocer la psicología del enfermo y el sufriente, para no imponer un esquema teológico espiritualizado

A lo anterior también se suma también la falta de conocimiento de la psicología del enfermo -o del sufriente- de parte de los consejeros. Un enfermo no piensa ni actúa de la misma manera que una persona sana. Sus emociones han sido trastocadas y se encuentran en el límite de su fe; pugnan por seguir aferrándose a Dios, pero sienten que los que le rodean ignoran lo que pasa dentro de si. Sus expectativas, con respecto a su comunidad de apoyo (la iglesia) crecen enormemente, lo mismo sucede con respecto a lo que debe de hacer el pastor de la iglesia. Es una mega lucha que a veces se ignora desde nuestra posición de personas sanas. Para una persona enferma no hay escusas válidas, si no se le visitó, se sentirá abandonado y poco amado. La frase más insignificante puede resultar un chorro de agua hirviente cayendo sobre sus pies desnudos. Pero a veces no se considera que sus reacciones son el resultado de su estado de ánimo, si se le escucha un lamento, entonces se les reprime y se les reprende por ‘no confiar en Dios’. Los que hacen esto simplemente no conocen la psicología del enfermo, del hermano sufriente, del caído y del doblegado por las circunstancias terribles que está viviendo. Los ‘sanos’ podríamos decir que es falta de fe, sin embargo podemos revisar algunos pasajes en los cuales grandes hombres de Dios se sintieron en el límite y renegaron de su situación[5]; sin que eso significara un pecado imperdonable. Si deducimos eso, trataríamos de entenderles mejor a ellos.

Lo represivo y los prejuicios teológicos del consejero, complotan contra la recuperación del asistido. En esto fallan muchas personas, bien intencionadas y que fungen de consejeros, pero que al final terminan haciendo más daño a la persona sufriente[6]. Es mejor inhibirse de dar juicios valorativos de manera confrontacional. Se recomienda re-direccionar la teología que está produciendo daños en la persona, de manera creativa, y sin levantar sospecha y actitudes defensivas y apologéticas de parte de éste. La empatía, y otras habilidades más, también son determinante en la tarea de curar almas. De eso hablaremos en el siguiente tema.

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[1] Amy Scholten (‘Asesoría pastoral: Integrando la espiritualidad y psicoterapia’), afirma que: ‘Con el aumento de evidencia científica se está demostrando una conexión entre la fe y la recuperación incrementada de trauma y enfermedad’.
[2] Schreurs (2004, p.320) comenta en este punto: ‘…criticar o corregir la teología de otras personas está fuera del ámbito y la competencia de la psicoterapia’
[3] Se me viene a la mente un evento vivido en esta misma línea de pensamiento. Cierta vez que llegaba de dar un examen en la universidad, no me había ido bien. En la puerta de la iglesia encontré a cierto jovenzuelo que me preguntó como estaba. Yo fui sincero y le dije que me sentía triste y desanimado, acto seguido abrió bien sus ojos, me miró inquisidoramente y me dijo con voz santurrona: “¿cómo es eso que un hijo de Dios está triste y desanimado?”. En ese tiempo pensé que verdaderamente había cometido un pecado por haber lanzado esa frase fatal. La teología personal de este jovenzuelo -que hoy ni siquiera sigue en la vida cristiana- produjo en mí, en aquella ocasión, cierto grado de culpabilidad y de comisión de pecado. Lamentablemente, esta lúgubre puesta en escena todavía es muy recurrente el día de hoy.
[4] Agneta Schreurs (2004, pp.337, 371-376) nos ayuda explicar esta teología particular, que es muy difundida en América Latina, a partir de la forma como nos relacionamos con Dios. Siguiendo a Brümmer, nos muestra tres categorías en las cuales todos los seres humanos nos relacionamos, no sólo entre nosotros mismos, sino también con Dios: (1) relaciones impersonales (o manipuladoras), (2) los acuerdos acerca de los derechos y obligaciones mutuos (o relaciones contractuales), y (3) las relaciones de amor mutuo (o de compañerismo). La teología a la cual nos referimos, es el resultado de la segunda categoría, es decir, una relación contractual en la que ambas partes son reemplazables y se comprometen a la prestación de servicios. Entonces, ‘la relación es esencialmente instrumental e interesada… [y da como resultado] una conexión muy estrecha entre el error, la culpa y el castigo’ (p.372, 374; las cursivas son de la autora). En este tipo de relación, sobre la cual se asienta la ‘teología del merito’, Dios funciona como un ente que castiga o premia las acciones del hombre, a causa de la relación contractual que mantiene con él.
[5] Job (3:3, 11, 13), el paradigma de la paciencia, llegó a declarar: «¡Perezca el día en que yo nací y la noche en que se dijo: “Un varón ha sido concebido!» ¿Por qué no morí yo en la matriz? ¿Por qué no expiré al salir del vientre?” Ahora estaría yo muerto, y reposaría; dormiría, y tendría descanso.
Jeremías (20:14-15, 17-18), el profeta solitario, deseaba morirse y maldijo el día de su nacimiento: ¡Maldito el día en que nací! ¡Que no sea bendecido el día en que mi madre me dio a luz! ¡Maldito el hombre que dio la noticia a mi padre, diciendo: «Un hijo varón te ha nacido», causándole gran alegría!
…porque no me mató en el vientre. Mi madre entonces hubiera sido mi sepulcro, pues su vientre habría quedado embarazado para siempre. ¿Para qué salí del vientre? ¿Para ver trabajo y dolor, y que mis días se gastaran en afrenta?
Podríamos aun seguir citando a otros hombres que estuvieron en el límite. Tal es el caso de David (Salmo 55:6-7) y del mismo Señor Jesús, quien declaró, ‘…Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?’ (Mt.27:45). El dolor y el lamento en la vida cristiana no son opuestos a nuestra fe.
[6] A esto, el Dr. Jorge León (‘La entrevista psicológico-pastoral’ en www. cristianet.com/psicopastoral. Accedido el 29/11/2003) le llama ´latrogenia’. En este punto él escribe: ‘En el mundo de las Iglesias, es más común que las personas acudan al pastor en la búsqueda de una orientación para sus problemas personales, que a un profesional de la salud. Es por eso que debe estar preparado, entrenado y con conocimiento de la problemática psicológica, ya que a pesar de las buenas intenciones, a veces pueden provocarse daños psíquicos muy difíciles de resolver. A este daño lo llamamos Iatrogenia, que es la enfermedad causada por el que “tiene que curarla”’.

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